Por Nácar del Caribe*
En un escenario tenue, de luces escasas y sombras prolongadas, se desarrolla una tragedia que parece arrancada de los relatos más oscuros de la antigüedad. Allí, donde los antiguos llamaban «hipócritas» a quienes, con máscaras, fingían emociones sobre las tablas de un teatro, hoy se levanta una cruel y desoladora representación: la Ruta 32.
La reciente resolución de la Sala Constitucional a favor de una adulta mayor en Betania, San Pedro, es un ejemplo del poder del recurso de amparo como herramienta para salvar vidas. Esta acción legal, que obliga a las autoridades a mejorar la seguridad peatonal en una rotonda clave, evidencia que la lucha por el derecho a la vida no debe depender de la ubicación geográfica ni del acceso a plataformas de poder. Sin embargo, también subraya una dolorosa verdad: en las comunidades a lo largo de la Ruta 32, este nivel de atención sigue siendo un lujo lejano.
Es inevitable preguntarse: ¿Qué nos define para que unas vidas valgan más que otras? ¿Qué hace que las necesidades de quienes viven fuera de la Gran Área Metropolitana sean relegadas, ignoradas, desechadas como si fueran un problema menor? Cada comunidad, cada cruce, cada voz que clama por seguridad es un eco que debería resonar en los pasillos del poder, pero que parece apagarse antes de llegar.
Esta arteria vital, que conecta no solo puntos geográficos sino también las esperanzas y necesidades de 64 comunidades, se ha convertido en un escenario de muerte y desamparo. Camiones de carga pesada, tráileres y vehículos de gran envergadura atraviesan a diario esta vía, desplazándose entre rotondas prometidas y nunca realizadas (que no aportan solución), entre señalizaciones deficientes y paradas de buses que solo viven en las palabras de los planes incumplidos.
La propuesta de 13 rotondas, cambiando el proyecto original por parte del CONAVI, se ha visto reducida a siete, pospuestas ahora hasta julio de 2025. Un plazo que parece una cruel burla para quienes, día tras día, arriesgan su vida intentando cruzar esta carretera. Sin iluminación adecuada, sin señalización, sin salidas seguras para ir de un lugar a otro, las personas que transitan la Ruta 32 viven una realidad de constante peligro.
Imaginemos por un momento que estamos en un teatro de la antigüedad, ese lugar donde los hipócritas —actores que portaban máscaras y fingían emociones— entretenían a las masas con tragedias cruentas y finales inevitables. Ahora, traslade ese teatro a la penumbra de la Ruta 32, con un escenario de luces tenues. Allí, bajo un cielo apenas iluminado, se desarrolla una obra en la que los actores principales no son héroes ni villanos, sino camiones que aplastan vidas en un cruel desenlace.
El telón se alza para mostrar a un niño que intenta cruzar la carretera rumbo a la escuela. La luz, escasa como la señalización en la vía, apenas ilumina su pequeño cuerpo, mientras una madre, en la penumbra, grita desde el otro lado. Entonces, el rugir de un tráiler llena el aire, y el escenario se torna rojo en un silencio desgarrador. Los actores, esos hipócritas que diseñaron esta obra, permanecen inmóviles tras sus máscaras, ignorando el desenlace que ellos mismos escribieron.
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En 104 kilómetros, donde las comunidades se dividen entre sus hogares, escuelas y centros de atención a la salud, la vida pierde su valor al enfrentarse a tráileres que no se detienen, a vehículos que estrujan cuerpos en un desenlace que todos ven venir, pero nadie parece querer evitar. Todo, bajo una luz tenue que parece diseñada para no herir las sensibilidades de quienes deben velar por el bienestar colectivo.
La Ruta 32 no es solo una carretera; es un símbolo de la negligencia, de las promesas incumplidas, de la indiferencia hacia quienes más necesitan. Y mientras las luces sigan siendo escasas y las máscaras sigan ocultando la verdad, la tragedia continuará. Pero las comunidades no deben rendirse; cada recurso, cada acción, cada voz que se alce puede marcar la diferencia entre un desenlace cruel y una historia de esperanza y justicia.
El telón debe caer sobre este teatro de hipocresías. Es hora de que las comunidades, como coro griego, eleven su voz y exijan que la obra cambie su guion. ¿O van a permitir que las sombras y la sangre sigan siendo la luz que define la vida en la Ruta 32? Porque en este escenario, el valor de la vida debe estar por encima de cualquier máscara, cualquier tráiler y cualquier excusa.
Si algo nos define como sociedad es nuestra capacidad para actuar en favor de los demás, especialmente de aquellos más vulnerables. Que cada recurso de amparo o acción tomada por las comunidades de la Ruta 32 sea un recordatorio de que la vida, sin importar dónde transcurra, vale lo mismo. La verdadera pregunta no es qué nos define a usted y a mí, sino cómo podemos definirnos juntos como una nación que pone a su gente en el centro de sus prioridades.
*Destilo de lo invisible la ironía y la perla, pues siempre esconden secretos.