Por Claudio Alpizar Otoya
Máster Estudios Latinoamericanos, licenciado en Ciencias Políticas y director de Noche Sin Tregua y de Café y Palabras.
La desilusión, que en muchas latitudes del planeta han venido padeciendo los gobernados con sus gobernantes, ha llevado a los ciudadanos a enamorarse de algunos “políticos” que con actitudes teatrales y con discursos duros y radicales les hacen sentir de nuevo la esperanza de cambios sustanciales, y, por supuesto, con mejoras para sus vidas.
Así han llegado al poder gobernantes con actitudes autoritarias que en un principio son del placer de los ciudadanos, quienes inclusive defienden ese estilo como alguien que llegó a mandar, cuando lo urgente y necesario, al menos en democracia, es gobernar.
La política en muchos momentos históricos ha tenido una sobriedad, una elegancia, una fina retórica y una distinción como característica. En Estados Unidos, por ejemplo, con J.F. Kennedy se estableció en la Casa Blanca protocolos, normas de comportamiento y majestuosidad en el cargo. No fue hasta que llegó Donald Trump, con un estilo grotesco y vulgar, de poca formación y educación, pero avalado por una ciudadanía disgustada con las élites políticas, que se olvidó el señorío del cargo.
Sí, tengo claro que para algunos esto es poco importante, pero para los que somos gustosos de la Política con P mayúscula es determinante, siempre digo que es cierto que “el hábito no hace al monje, pero como le ayuda”.
Empero, así como Trump hay variedad de ejemplos en muchos de los recientes gobernantes de América Latina y otras zonas del mundo. Ha sido tal el desprestigio de la clase política en el mundo que hasta payasos y cómicos de profesión han llegado a ejercer el poder.
El payaso Tiririca llegó a ser diputado en Brasil con su eslogan de campaña: «¿Cuál es el trabajo de un Diputado federal? No tengo idea, pero si me votan después les cuento«, terminó siendo el más votado. En Italia Beppe Grillo era payaso de profesión, conocido como “el príncipe payaso” de la política italiana, fundador del Movimiento Cinco Estrellas. Antes de ser diputado afirmaba que: “Mi visión era solamente hacer bromas sobre políticos”.
En Ucrania el actual presidente, Volodímir Zelenski, antes de serlo era un comediante que realizaba sátiras en las que se burlaba de las élites gobernantes y denunciaba su corrupción, lo que posteriormente fue suficiente para ganar las elecciones y ser presidente de su país. Pero, aquí cerca, en Guatemala, el humorista Jimmy Morales ganó las elecciones presidenciales en el 2019, gobernó sin guion para dejar sin “humor” a los guatemaltecos, a los que en sus años de poder les apagó la sonrisa.
En Ecuador hace varios años, en 1996, llegó al poder alguien quien más que cómico siempre mostró desequilibrios mentales, fue así como en menos de seis meses posterior a asumir el poder fue destituido de su puesto de Presidente de la República por el Congreso ecuatoriano por incapacidad mental para gobernar.
Pero retomemos lo que representa gobernar una nación. No cabe a duda que gobernar es convencer, negociar, ceder, rectificar, decidir, ordenar, consensuar, crear un conjunto de trabajo más que un equipo, gobernar en síntesis es un arte. El mandar se da en una finca o en una fábrica; o más gráficamente, se manda un hato de ganado. En sociedad y en democracia se gobierna, y esto se da porque en el sistema democrático impera la diversidad en todas sus expresiones. Suena sencillo, pero a muchos les cuesta comprender la diferencia.
Para titular este artículo me atreví a tomar prestada la frase con que la escritora Vivian Green intituló su reconocido libro, en el cual describe las locuras, excentricidades y escándalos históricos de reconocidos gobernantes de la historia del mundo.
Yo no aspiro a tanto, tan solo lo tomé para referenciarlo, tratando de redimir el cierre que ella hace en su libro cuando dice: “que un electorado atento y educado sea capaz de cuestionar el idealismo falso de ciertos políticos egocéntricos y de evitar que esos políticos, que no merecen ocupar puestos de gobierno, engañen a los pueblos con los artilugios de su retórica florida”.
Mucha de la culpa de tener gobernantes ególatras y con locura la tienen los ciudadanos como electores, que ven en los procesos de elección más un reinado de simpatía, o de revanchismo, que un concurso de capacidades. Gobernar exige destrezas especiales y no es cualquiera el que puede tener éxito en este encargo ciudadano. Pero hoy el marketing político y las redes sociales nos complican y acentúan el “popularimetro” para calificar a los gobernantes, más que la acciones.
La diarrea digestiva ha encontrado su competencia en la diarrea mental de los pseudopolíticos, que acostumbrados a hacer política con “p” minúscula, promueven ideas sin lógica de razonamiento y mucho menos con efectos prácticos, y por vanidad polarizan a la ciudadanía. Por ejemplo, hablan de eliminar la pobreza y promover la generación de empleo, pero desestiman el crecimiento económico y desaniman a los generadores del empleo, toda una contradicción.
Las diarreas mentales no tienen ideología, son más “evacuaciones intestinales” que salen tanto desde la derecha como de la izquierda, y he de decirles que apestan igual. Las ideas son evacuadas con una torpeza que en ocasiones parecieran que más salen del vientre que del cerebro.
El mayor problema está en que el ciudadano-elector no mide las consecuencias de sus apasionadas o resentidas decisiones, poniendo al país y a su sociedad en manos de quienes en el ejercicio del poder se muestran como un fiasco; que se engolosinan con el poder y las “mieles” pasajeras que se le permitirán en democracia por unos pocos años. ¡Por dicha solo unos pocos!, pues en dictaduras se mantienen en muchas ocasiones hasta su muerte.
La locura en el poder puede hacer pensar a un gobernante que la idea de ser el “comandante en jefe” le acredita para obviar los objetivos encomendados, dando espacio a una disonancia cognoscitiva que le hace pensar que todos, menos él, están equivocados. Que él es el centro del universo y seguro merecedor de todas la indulgencias y atenciones, más con tanto adulador con que terminan rodeándose.
Los ciudadanos deben ser más críticos, más exigentes y más racionales -les recuerdo que esto nos diferencia del resto de los animales- para reclamar más a quienes gobiernan; no han de permitir que la mediocridad carcoma los parámetros de medición. Con su voto e impuestos el ciudadano avala y mantiene a sus gobernantes, no puede ser el espectador que aplaude las locuras e inconsistencias de quienes detentan el poder.
No crea usted que en Costa Rica por vivir en democracia y ser periodos de gobierno perentorios nuestros gobernantes están exentos de padecer el síndrome de la locura en el poder, ya lo han hecho, con los consecuentes daños que se le provocan a la estructura democrática y a la credibilidad ciudadana, en un sistema que con todo y sus defectos sigue siendo el mejor.
El poder puede provocar desequilibrios mentales -livianos o agudos- maquillados de gran teatralidad, pero en todo caso en detrimento del razonamiento requerido para dirigir a una sociedad al éxito. Como siempre repito si quiere conocer realmente a alguien, dele poder.
Claudio Alpizar Otoya
Máster Estudios Latinoamericanos, licenciado en Ciencias Políticas y director de Noche Sin Tregua y de Café y Palabras.
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